Autor: Marcos Polero
Los dos niños están jugando silenciosamente sobre su cama compartida mientras, tras la cortina que separa en dos partes la casilla su madre atiende un cliente como casi todas las noches. Dani y Gladis son extremadamente silenciosos, han aprendido a no incomodar a mamá cuando trabaja. Desde muy chiquitos, casi de bebés, están acostumbrados a los ruidos de la cama, a las palabras obscenas, a los gritos de orgasmos y jadéos fingidos, tratan de desaparecer, de aislarse, es la mejor manera de sobrevivir, al principio no entendían, se asustaban, como cuando la pareja de turno golpeaba a su madre, ahora la niña ya tiene once y el niño, diez, se tienen el uno al otro, se sienten una familia, se cuidan, se defienden y tienen su mundo de juegos donde todo es mágico, donde no existen el sufrimiento ni el hambre. Sus hermanos mas grandes a esta hora ya están vagando por los pasillos de la villa veintiuno, tratando de tranzar porro o paco, menos Susi, la mayor, de diecinueve, que se gana la vida prostituyéndose en los alrededores de la plaza Constitución y por lo general si le va bien les trae algún regalito.
Se abre la puerta, es el marido de mamá,
—Te dije que no volvieras por acá- se escucha la voz alcohólica
—Pará, tengo plata, les va a venir bien- Se escuchó otra voz masculina
—Te dije, hijo de puta que si te veía por mi casa te arrancaba la cabeza
—Traigo la guita para pagarte todo lo que te debo
—Y para pasarla con mi mujer, ¡Rajá!, antes que te mate, dejá la plata y andate.
Los niños escuchan en silencio, como bien saben que deben hacer, estas cosas pasan seguido, sin embargo están atentos, nunca se sabe.
El cliente se viste apresuradamente, deja el dinero encima de la mesa y se va, el hombre carga con la mujer:
—Te gusta ese hijo de puta, perra— dice y la golpea una y otra vez, ella grita, suplica, llora, en un ritual repetido, conocido. Sin detenerse se le hecha encima y la viola, solo una vez, la borrachera no le permite continuar, eso parece enfurecerlo, sigue golpeando hasta que no se escuchan más los gritos ni los llantos, ella se desmaya.
El hombre se incorpora, se calza bien el pantalón y la camisa, entra en el baño, orina, se encamina al rincón que hace de cocina, abre la heladera, come con la mano un poco de fiambre, bebe de la punta del tetrabrik; el vino tinto frió, parece revivirlo, envalentonarlo.
De pronto, repara en los dos niños: — ¿Y ustedes que hacen que no están durmiendo?, Vení, vos, si, vos, vení— Y Gladis se acerca muy despacio y temerosa.
— ¿Qué tiene mamá?— pregunta a la vez Dani, y sin esperar respuesta abre las cortinas, trepa a la cama e intenta despertar a la mujer, que yace inanimada y con sangre en la boca, el hombre no le presta atención.
—Estás crecida, ya casi sos una mujer, tenes formitas, estás linda— la toca lascivamente, la aplasta con su cuerpo, trata de montarla, la niña grita, lo insulta, llora, esto parece excitar más al hombre.
En ese momento, un golpe seco, un dolor punzante lo deja fuera de combate, antes de desplomarse toca el mango de la cuchilla, que tiene incrustada entre las costillas, comienza a sangrar por la boca, cae.
—Mamá me salvó— piensa la niña y se incorpora, pero la madre sigue sin animación tirada en la cama y un hilo de sangre va manchando cada vez más las sábanas.
Los vecinos llaman a la policía, un crimen aparentemente pasional, se confecciona el informe, no toman huellas digitales ni hacen demasiadas investigaciones, no vale la pena, están en la villa, son dos villeros menos. El expediente caratulado “Riña seguida de muerte, móvil pasional”, es archivado con celeridad.
Una vecina, que vive a dos casillas de distancia, termina haciéndose cargo de los dos chicos, su hermana mayor ayuda con algún dinero.