Autor: Hugo Astete
Las calles se aquietaban, los rumores se dormían en la dilatada tarde, apenas algunos que otros coches avanzaban lentamente, ella como todos los días acomodó su silla junto a la máquina de coser que se encontraba cerca de la ventana, en el tercer piso del paupérrimo edificio, gastado por el tiempo, la lluvia y el viento del sur, sus paredes amarillentas le daban un aspecto más tétrico al lugar, volvió a levantarse y acomodó su velador cerca de la costura que iba a comenzar, desde afuera se veía el resplandor agrio de la luz en la persiana semi-levantada, la tarde se estaba perdiendo por el cielo amarillento del otoño. A un costado muy cerca de ella estaba la radio, que prendía cada vez que se ponía a trabajar con sus costuras que le alcanzaban algunas personas de su misma edad y con las que tenía un trato muy parco, sus vecinos le decían la loca, no comprendían las dos guerras pasadas en la vieja Europa. Esa tarde que se dilataba y se tornaba suave y serena mostraba toda su policromía. Catalina Agripeto desde ese día ya no iba a ser la misma, la campana de la vieja iglesia comenzaba a sonar indicando las diecinueve horas, alzó la vista y los vio, ¡puaj¡… dijo,- todas las tardes se juntan en la misma esquina, como si no hubiera otra.
Ella los observaba por la cortina semi corrida de su ventanal. Esa tarde iba a ser diferente.
– Parecen mocosos, todas las tardes juegan a los golpes.-Dijo muy enojada.
– ¡Ah!…también se tiran al suelo,-refunfuñó.
Dos de ellos se habían ido, Catalina lo vio tirado, solo pensó que él hombre se hacía el dolorido.
Pasaron los minutos y él seguía allí, a los breves minutos llegó la policía, el hombre estaba muerto.
Ella desde su ventana lo había visto todo, el forcejeo de los tres que se juntaban en la misma esquina todas las tardes, la caída de uno de ellos y luego la policía, ambulancias y los camilleros haciendo señas que el hombre estaba sin vida.
Los nervios le comenzaban a ganar a Catalina Agripeto, estaba pensando si había sido la única que vio el crimen, de repente sintió los pasos en la escalera, la tenue luz que salía de su ventana daba toda la pauta de que ella podía ser la única testigo. Los golpes en la puerta la conmovieron, ahora sí estaba más que loca, el ataque de nervios que le dio al abrir la puerta a la policía, les hizo comprender a éstos que ella era la único testigo, sus setenta y tres años se le vinieron al cuerpo con más fuerza, ahora parecía de cien, comenzó a repetir una historia incomprensible, como si ella hubiera sido la dueña del crimen.