Autor: Enric Camarero Brú
Cogió las llaves del armario del recibidor. Al cerrarlo aprovechó para hacerse un último repaso en el espejo de la puertecita, se acomodó mejor la bufanda y salió. Mientras esperaba el ascensor se alisó la falda, se ahuecó el pelo de la nuca y se puso las gafas de sol. Durante el descenso, volvió a repasarse los labios de carmín, se lanzó un beso y se sonrío. ¡Guapa! gritó y salió del portal con paso decidido y taconenando sonoramente. En la esquina llamó a un taxi que parecía que la estuviese esperando. Conductor cordial, coche limpio, un jazz suave como hilo musical. Aprovechó el trayecto para abrir el maletín y comprobar que todo estaba en orden. Pagó sin esperar el cambio. Entró en la recepción del hotel y se dirigió a las escaleras. Cuatro pisos. Habitación 402. Abrió. Y allí estaba él. En la cama, desnudo, dormido, los musculosos brazos por encima de las sábanas de seda, ladeado hacia la ventana. Bello. Un fugaz pensamiento lascivo recorrió su cerebro. Dejó el maletín en la mesa y recogió el vaso de whisky de la mesilla, todavía con restos del somnífero. Abrió de nuevo el maletín y lo guardó envuelto en una bolsa de plástico. Sacó el arma, enroscó el silenciador, apuntó y un único disparo en medio de la frente. Un leve cabezazo sobre la almohada y una mancha de sangre empezó a extenderse. Cerró el maletín. Salió. Cuatro pisos. Recepción del hotel. En la esquina llamó un taxi que parecía que la estuviese esperando.
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