La Granja, de José Vaccaro Ruiz (Ediciones Atlantis)

La Granja. Ediciones Atlantis Serie Premium

La Granja es una novela negra que se adentra en el submundo de las páginas de sado en la red. Un espacio oscuro, oculto y cruel donde sus afiliados de pago, a cambio de miles de euros de enganche, consiguen una ventana abierta a las mayores aberraciones que otros, las mafias y organizaciones que están detrás, les suministran. A costa naturalmente de las víctimas que en su inmensa mayoría caen en sus redes merced a engaños.

El anonimato y el velo que conlleva internet permite poner distancia y ocultación a delitos como la pederastia (tratada en mi novela Ángeles negros), o al propio sado, por no hablar de la pornografía convencional, que encuentran un campo impune para su desarrollo. No renuncio a transcribir un párrafo de la reflexión que uno de los protagonistas de La Granja hace al respecto:

Internet había acabado para la gente de su generación (y con seguridad para todas las generaciones futuras), con cualquier distinción entre el bien y el mal entendida a la antigua usanza. Creer, como planteaban los adalides de la vieja moral, que la lujuria, la ira o la soberbia eran los mayores pecados que uno podía cometer movía a indiferencia, cuando no a risa. La red se había convertido en una fuente de información de gran valor, pero también anuló cualquier apriorismo moral. Era una ventana abierta de par en par hacia el hombre y todas sus manifestaciones como fenómenos «naturales» puramente descriptivos, percibidos con la misma frialdad y distancia con que se ve a una bacteria a través del microscopio, desprovistos en sí mismos de connotación ética alguna.

El poder y la maldad de las mafias que mueven el negocio del sado, a menudo primo hermano y complementario de la prostitución convencional (casas de citas, puti-clubs, etc) no tienen límites. Son organizaciones que corrompen a los estamentos y poderes públicos sin escrúpulo alguno, no dudando en matar o torturar en aras de un beneficio económico. Ejemplos los hay a cientos, unos próximos ( El Riviera de Castelldefels) o lejanos (Ciudad Juárez en la frontera de Méjico).

Por el contrario, los medios del Estado para oponerse a esos delitos y esos criminales son con frecuencia, además de insuficientes, cargados de cautelas e indecisión. Sobre todo cuando una parte de ese mismo Estado, el que debe velar por el bienestar de los ciudadanos, tiene la carcoma de la corrupción anidando en sus entrañas.

El protagonista de La Granja es Juan Jover, un Conseguidor, alguien que en este caso está alineado con los buenos. Un individuo en una eterna contradicción que le lleva a estar a un lado de la frontera, con los malos, cuando compra conciencias para obtener recalificaciones de suelo, concesiones o licencias de obras, y en otro con los buenos –aunque siempre a cambio de un dinero-, como en La Granja. Personaje contradictorio como lo somos todos.

La novela comienza a partir de la cita que Jover tiene concertada con la persona que él entiende es la maldad personificada –sin advertir que él mismo en ocasiones representa y es la maldad-. Y la intriga sobre esa persona se mantiene en la novela mientras se narran los hechos acaecidos, algunos a miles de kilómetros de La Barceloneta y del Cheriff, el barrio y restaurante donde Jover espera su cita.

Pero la misma ambigüedad de Jover es la que rige en el mundo. No hay blanco ni negro, ni los perfiles son nítidos, sobre todo cuando se trata de ética y delito. En todo caso lo que sí es negro y ponzoñoso, prácticamente invencible, es la maldad.

Los personajes (Jover, Puri su dilecta secretaria, Gabriel Cerón el expolicía que ha grabado como musiquilla en su telefonino el himno de la Falange, Manuel Saavedra el Carpetas, Satán…) se entrecruzan en una trama donde campan a sus anchas la ambición y lo amoral.

La descripción que La Granja hago de alguna de las torturas a que son sometidos quienes caen en manos de las mafias es reflejo de aquellas que desde tiempo inmemorial el hombre ha ejercido sobre sus semejantes para, en ocasiones, simplemente hacerles cambiar de creencias o porque tenían distinto color de piel. Otro fragmento de La Granja:

Esa, en carne propia, fue la escuela que recibió para ahora aplicarla con saña en aquellos cuerpos de mujeres. Debidamente completada, su enseñanza, con quien era su verdadero maestro en su labor de causar sufrimiento a los demás. Más que el marqués de Sade, Vlad el Empalador, las chekas o los tratados de India o China, había una institución que durante siglos sublimó los métodos de tortura hasta elevarlos a la categoría de obra de arte: la Santa Inquisición de la Iglesia católica, apostólica y romana. La biblioteca de Satán la componían decenas de libros de los siglos dieciséis y diecisiete profusamente ilustrados de donde sacaba sus ideas. El potro, la cuerda, los carbones, el cilicio, la garrucha, formaban parte del programa fijo de tormentos. Complementado y ampliado por él con aquello de lo que carecían sus antecesores, los inquisidores del Santo Oficio: la electricidad, las drogas y los infrarrojos, que aportaban nueva creatividad.

Pero si antaño eran el Poder Político, la Raza o la Religión los motores de la tortura, hoy se les ha añadido el dinero sin el disfraz que esas tres motivaciones (política, étnica o religiosa) pudieran tener en el pasado. Al Tribunal del Santo Oficio, Buchenwald o Guantánamo –que persisten y perviven- se le ha añadido la Cosa Nostra o, en la ficción de La Granja, Rigoberto Castro el Venezolano.

José Vaccaro Ruiz

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